Albada 248

(M.E. Ivaldi)

EL DESAYUNO

(3 de julio de 2011)

Ahora a través de la ventana semiabierta el sol del amanecer entra delicado y apacible. Su luz es sutil y ligera, como si el aire hubiera cosido en ella una continuación del raso de los visillos que atraviesa. El alba de este primer domingo de julio parece haberse adueñado de todos los objetos de la cocina y los ha esponjado del rosa-azul de la primitiva aurora. La mañana ha detenido a toda la estancia en el tiempo, en la eternidad del instante. Mientras el universo late con ruido de motor de nevera, Raúl se ha despertado y deja correr el agua fría en el lavabo. La costumbre de la rutina le ha desvelado a la misma hora, casi al amanecer, pero hoy es domingo, su primer domingo de vacaciones y sólo aspira a la pereza. Ralentiza a conciencia cada uno de sus movimientos, la brocha, la crema, la cuchilla de afeitar aparecen ante él como objetos nuevos, con formas y colores en los que nunca había reparado pese a ser su cotidiana realidad. Atrapa pensamientos mientras se mira en el espejo y siente la suavidad de la hoja deslizándose sobre la piel húmeda. No tiene prisa, su lujo es ahora la pereza, saborear cada instante, saber, al fin, de la calma, de ganarse aunque sea solo a plazos el respeto del tiempo y de la vida.

He aquí por fin mis vacaciones se dice mientras sale del cuarto de baño. Y por un momento todo en la casa, como en el corazón de Raúl, es un instante intenso y silencioso. Ni un latido, ni un suspiro. Quietud para conquistar su tiempo, ser dueño del día por hacer, o mejor por no hacer. Las vacaciones y por una vez no hacer planes, no tener horarios ni previsiones… el intenso placer de vivir con plenitud el momento, apurarlo al límite sin pensar ni en lo venidero ni en lo pendiente..

Cuando entra en la cocina la luz matinal que ahora es más roja también le transforma a él como ha hecho antes con la tostadora, la cafetera, y las cerezas del frutero.

Mientras se hacen el café y las tostadas, Raúl trocea los pomelos, el limón y las naranjas. La licuadora suena a promesa placentera, más aún cuando calla y vierte el zumo en la jarra. Comer y beber para sentir, para despertar los sentidos del sabor del filo del sueño. Porque tiene el desayuno de los días de fiesta esa magia de hacernos soberanos del tiempo, guías de nuestras vidas, a sabiendas de lo fugaz del sentimiento..

Coloca en la bandeja las tazas de café, la jarrita pequeña con la leche, la más grande con el zumo; en una esquina del plato, las tostadas, la mermelada, el dorado aceite.

La habitación está casi en penumbra. Se para en la puerta y la mira: le gusta adivinar su perfil sobre la almohada, la curva de su cintura bajo la sábana. Ella aún duerme, aún está muy lejos de él esta mañana. Deja el desayuno sobre la mesilla y se da cuenta por primera vez de su propia desnudez. No importa, porque hoy el reloj no ha ganado la batalla. Hoy el tiempo es suyo y su privilegio el placer de la indolencia, la inacabable ternura. Ahora mientras el sol abandona poco a poco su dulzura y vuelve a la luz más hiriente, casi pétrea, dos siluetas duermen abrazadas y se enfría, abandonado, el desayuno.