Al otro lado del mar

Todo buen documental, trate el tema que trate, tiene un fuerte componente antropológico. El documental Al otro lado del mar, de Gonzalo Ballester, que se estrenó el pasado 12 de septiembre en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, basa su calidad precisamente en eso. Con ser el tema interesante, el mundo de los repentistas (pero solo el de los que usan décimas) en la región de Murcia y en la América Hispana, todavía es más interesante, por sí mismo, al margen de la circunstancia, del tema, el retrato de los hombres y mujeres que habitan ese mundo. El afecto por el objeto filmado no merma su significado, antes bien lo dignifica y lo desnuda, lo muestra tal cual es, en su profundidad cercana, no emborronado por las opiniones de quien lo mira.
                Ballester sabe mirar a la gente que mira, y sabe explicar a un personaje a través de quien lo está contemplando. Si el episodio de los repentistas cartageneros tiene rasgos solanescos, son sin embargo comprensivos, nunca hirientes, pero tampoco condescendientes. El tío Juan Rita, patriarca de los repentistas murcianos, un hombre de cien años, es un fenómeno de la naturaleza rodeado de un afecto casi místico de sus vecinos. En Cuba, al otro lado del mar, Tomasita es una artista popular impresionante, pero la imagen de una de sus fans, una señora mayor entregada en una especie de felicidad incontrolable, es la que nos explica por qué la Iglesia Pentecostal es la que más rápidamente crece en América. Siempre el personaje está acompañado de un objeto que lo trasciende, y siempre contrasta con otro que lo profundiza. Entre los homenajes del ayuntamiento y el rezo a la divinidad media algo como la fe, aplicable por igual a los santos que a un modo tradicional de versificar. Se creen la poesía, disfrutan con ella. Son ellos y su entusiasmo la información, no los datos que formulen. Y en sus reacciones vemos una distancia todavía mayor que la del mar. Una forma diferente de tomarse las cosas más que de explicarlas. Me acuerdo del impactante abuelo cubano, sin dientes y con las gafas llenas de esparadrapos, pero gracioso nada más abrir la boca. O de la acompañante de la ciega Tomasita, más que una intérprete un modelo de lealtad. O del atrabiliario Taxista, retrato fiel del congestionado encono con que nos tomamos los españoles cualquier cosa, sobre todo si se compara con el verboso argentino de nombre polaco. 
                En todo momento el tema está tratado con rigor pero el disfrute de la película viene de otro lado, de haberse metido hasta el tuétano del mundo que retrata: las imágenes de los troveros portorriqueños concentrándose como boxeadores antes de saltar a la gallera, las de los familiares del niño poeta, vecinos que creen en el talento y, por así decirlo, confían en él; o la tremenda escena del diccionario, con media docena de hombres tratando de averiguar lo que significa el trovo en una mesa llena de vasos y botellas de licor. Incluso en los alardes, en las actuaciones verdaderamente impresionantes, hay un detalle que ver, algo del ser humano que comprender. La sonrisa de Papillo, las manos de la madre del niño cubano, o las del pobre Patiñero; el sombrero teórico y canalla de los portorriqueños, la sonrisa blanda panameña, el intelectualismo taciturno de los argentinos; o un perro aburrido, una llamada telefónica al pastor pentecostal, una silla vacía. El lirismo envuelve el contenido y lo penetra, hasta el punto de que uno se desvincula en cierto modo de la predisposición a recibir información sobre un asunto concreto y se instala en la contemplación de un mundo mayor y más profundo. Incluso en las intervenciones estrictamente técnicas el retrato es penetrante, y está muy cuidado. Las palabras de Tomás Segovia explicando el tipo de décima son, además de un claro y sencillo resumen, un canto a la gente que hace correr los versos populares, y ese canto no está dicho, está visto en la emoción de quien lo dice, envuelto en sabia paz.
                Un documental, además de buscar, ordenar y presentar, puede plantear, abrir el arco de la duda. En el caso de Al otro lado del mar, uno se plantea sin esfuerzo que las tradiciones no pueden mantenerse del mismo modo que no se puede mantener a un muerto, a base de tubos y oraciones. Las tradiciones tienen que estar vivas, no meramente subvencionadas o reducidas a festivales de geriátricos. Por eso el contraste entre España y América es tan llamativo. Aquí conmemoramos, concelebramos las tradiciones. Allí no hace falta seguir nada. Allí la tradición sigue ella sola sin ninguna ayuda, brota como las hierbas medicinales, en mitad del campo. El por qué eso es así, y qué parte hay de supuesto atraso en ello y qué de también supuesta descomposición, es una reflexión que compete al espectador, y que un documental no puede ni siquiera orientar en su respuesta. Tan solo lo debe mostrar.
                Pero un documental debe ir más allá. El arte es el lenguaje que se ocupa de lo inexplicable, lo que solo puede transmitirse no tanto a través del conocimiento intelectual como de la pura emoción. Es en el tratamiento de la emoción donde ya no solo valen los recursos del buen divulgador sino los del buen narrador, incluso los del buen poeta. La presentación del patriarca Juan Rita es en este sentido un hallazgo literario, no documental. Es impecable la disposición de los elementos de modo que su irrupción sea rotunda, esos diálogos entre las escenas que incluyen momentos de un humor comprensivo, no sarcástico, un humor humano, como la cara de Conejo II cuando se entera de que el tío Juan Rita sigue vivo, que el director administra en dosis adecudas, ni efectistas ni traídas, oportunas.
                Son recursos narrativos, no expositivos. La diferencia entre un documental y una película es la que puede haber entre un ensayo y una novela: esa disposición de los elementos, esa administración del material que no tiene en cuenta la proporción con la realidad sino su revelación, su concavidad, como diría Gaya, allí donde la belleza todavía no está estropeada por su manifestación. Vemos a los troveros españoles y en su arte hay demasiadas capas de arte, de conciencia de arte, de antigüedad, de tradición, del distanciamiento propio de quienes ya no viven las cosas y se limitan a recrearlas. Vemos a una España seria que disfruta con los lloros. Pero en esos alucinantes cubanos, alegres de nacimiento (alegres aun cuando estén tristes o contrariados, porque en ellos la alegría no es circunstancia eventual, añadida, sino un modo de ser en lo bueno y en lo malo), en cuyo íntimo ser nos instala la película, vemos una Cuba que no puede conocerse a través de la mera información. Sentimos que nos han metido en un lugar vedado, limpio de datos, lleno de vida. Las poesías de unos y otros dan una idea de toda el agua que los separa.
                Y así la película se narra sola, se narra por dentro, en varias líneas libres cuyas gotas van disponiendo deliciosas acuarelas. Lo específicamente narrativo tampoco es una decisión evidente del director, sino un modo de producirse, un movimiento que indica vida y tiene sentido: los viejos y los niños, las sonrisas y los gestos serios, ese viaje de ida y vuelta de los cantes que aquí no necesita la más mínima explicación porque se produce con entera naturalidad. Claro que todo es resultado de un buen montaje, pero es un montaje en el que el director debe abandonarse a la gramática interior de las imágenes. Cada uno de sus bloques, numerados y titulados casi todos con un pie forzado, como el mismo título, son una unidad no sometida a esos absurdos rigores de la rima interna. La escena fluye y termina delicadamente. El director no ha caído en la fácil tentación de armar cada uno de los bloques con repeticiones significativas ni vericuetos pseudonarrativos. Las ha presentado con la fuerza de sí mismas.
                Cualquiera que conozca la filmografía de Gonzalo Ballester pensaría, antes de ver esta película, o al empezar a verla, con las demoradas imágenes de la vivienda de El Patiñero, que el estilo sin prisas de Ballester es el que va a determinar el ritmo del documental. Sucede que sus anteriores documentales se servían de un ritmo más, digamos, oriental (Mimoun, Al-Madina, The Molky way) o contemplativo (La Sereníssima, El último paisajista), pero el asunto de todos ellos -la peripecia de un emigrante marroquí, el odisea de una anciana iraní, los días de Ramón Gaya en Venecia o la intimidad artística del pintor Pedro Serna- exigía ese mismo ritmo, y uno está por pensar que los temas han ido eligiéndose según lo apropiados que fuesen a esa forma de narrar. Una suposición que se viene abajo cuando el ritmo musical de Al otro lado del mar desborda la pantalla. En ninguna otra obra anterior había usado Ballester la alternancia de tempos con la decisión y la destreza que en Al otro lado del mar. Las escenas viajan de lo lírico a lo trepidante sin cambios bruscos ni trampas visuales. Suben y bajan como la música, y en el contraste que ofrecen radica su brillo individual. Hay en el trabajo de Ballester algo del que alisa minuciosamente un rico tapiz para que, por encima de que se puedan seguir entendiendo y disfrutando las escenas allí trenzadas, no haya la más mínima arruga, la más leve sombra. Quizá por eso, por las leyes de la armonía que exceden al tema, uno está por pensar que, por ejemplo, no demorarse en alguno de los troveros y troveras cubanos es una decisión estructural que exige el sacrificio de un lucimiento garantizado. El director no debe saber cortar sino cortarse, que es más difícil.
                Otra vez el documental como pieza integral que requiere de todas las exigencias de las otras artes cinematográficas. Hace poco, en un artículo sobre las voces en off en los documentales (a ver si lo cuelgo), pensaba yo que la Escuela de la Pompeu Fabra, desde En construcción a Aguaviva, es demasiado ortodoxa con esta estética ralentizada. Más de una vez cunde la sensación de que se duermen en la suerte. A más de uno le convendría volver a ver el final de El verdugo para reflexionar sobre los límites de la morosidad.
                En todo caso, es el objeto, la necesidad de revelar el objeto, lo que determina el estilo. Lo contrario es el vicio de la autoría, de la impronta personal, que en los tiempos que corren creo que está fuera de lugar. Lo contrario es “una visión personal”. No creo que Al otro lado del mar sea una visión personal sino el sabio manejo de los recursos narrativos al servicio de la expresión total del objeto, la más fidedigna desde el punto de vista mensurable, expresable, y desde el inefable.
                El instrumento de un buen documentalista, más atento al objeto que a sí mismo, es la sala de montaje, y aquí el director yo creo que ha hecho un magnífico trabajo. La parte artística del documental no incluye solo que sea estética, sino que sea divertida, intensa, seductora, hábil o tierna. Y en la medida en que de todo ello rebosa la película, el tema se reduce a lo que se suele reducir en las obras de arte, a un tema que tratar, no que meramente transmitir. No se puede abordar sino contemplar. El que aborda desconcierta, espanta, ordena, manipula. El que contempla, en cambio, nos deja mirar.